Recuerdo
que cuando era adolescente iba a la iglesia y en las clases se hablaba sobre el
servicio a los demás. En una ocasión se nos enseñó que decir “hola” podía ser
un acto de servicio, pero no entendí ese concepto. Parecía como que era lo más
mínimo que uno podía hacer para servir a otra persona. Cuando era niña, mis
padres también me enseñaron a saludar a todo mundo, pero no siempre me gustaba
hacerlo, ya que era sumamente tímida. Sin embargo, ¡ahora la cosa ha cambiado!
Ese
hola que es lo mínimo que uno puede hacer, podría ser todo lo que necesita una persona que padece de ansiedad.
En
años recientes, la situación siguiente sucedió varias veces: Una persona a
quien conocía pasaba a mi lado y yo trataba de hacer contacto visual con ella para
saludarla, pero la persona se seguía de largo sin decir nada. Cada vez que esto
sucedía, se me venía a la mente un torrente de sentimientos negativos.
“Seguramente no le caigo bien. No le agrado a nadie. Nunca voy a poder hacer
amigos”. Esas ideas se intensificaban cada vez más, lo cual me causaba tristeza
y desesperación. Esos actos tan sencillos de la gente me generaban una gran
ansiedad y depresión.
No
obstante, gracias a la ayuda que he recibido, he podido condicionar mi mente
para tener pensamientos más sanos. Hay millones de razones por las cuales una
persona tal vez no me salude. Puede que sea un mal día para ella. Es posible
que la persona sea tímida. Es probable que sus padres no le hayan enseñado a
saludar y simplemente no está acostumbrada a hacerlo. ¡Tal vez su ansiedad sea
peor que la mía!
Otra
manera de hacer frente a la ansiedad consiste en aceptar que, en efecto, quizá
NO le caigas bien a la persona. Sin embargo, ¿en serio es el fin del mundo si
eso resulta ser verdad? Jesús fue la persona más amable y agradable del mundo y
aun así fue “adespreciado y rechazado entre los hombres” (Isaías 53:3).
Cada
vez que alguien me lastime puedo acudir al Salvador y saber que Él comprende lo
que es sentirse rechazado. La gente ha hecho cosas peores aparte de evitarme a
mí, pero sé que gracias a que Cristo estuvo dispuesto a sufrir todas las cosas
por las que nosotros tenemos que pasar, “por sus heridas fuimos nosotros
sanados” (Isaías 53:5). Él me ha sanado de mucho dolor, y por medio de la
obediencia a Sus mandamientos me ha ayudado a ser una mejor persona.
En
lugar de preocuparme de lo que los demás piensan de mí, debo prestar más
atención a aquello que puedo controlar. Puedo ser yo la primera en saludar y,
aun si la persona no responde con amabilidad, por lo menos hice mi parte al
extender compasión hacia ella. Puedo optar por actuar como un verdadero
discípulo del Señor.
El
servir a los demás, incluso mediante la forma más básica de servicio, me ha
ayudado a sentirme mejor conmigo misma.
También he sido bendecida, porque hay personas muy buena onda con quien
he entablado amistad con un simple “hola”.
una
gran diferencia.
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